Desde el origen de los Juegos Olímpicos, en la antigua Grecia, se buscaba la mejora constante del desempeño atlético. Siglos más tarde, en la era moderna del olimpismo, se retomó la vieja locución latina Citius, altius, fortius (más rápido, más alto, más fuerte) para dejar en claro cuál es su propósito primigenio: superar cada vez más las capacidades humanas, romper nuestros límites físicos, ir por metas más ambiciosas en cada intento.
Conforme el deporte avanzó, entrenamientos, alimentación, mentalidad y técnicas de cada disciplina mejoraron para dar como resultado un evidente avance en las canchas, pistas, albercas y gimnasios con marcas que hacían palpable la evolución de los atletas. Fue así como nos acostumbramos, sobre todo en cada edición de Juegos Olímpicos, a ver caer los viejos récords, lo que da mayor espectacularidad a los eventos, mayor audiencia televisiva, cobertura de otros medios informativos y, por supuesto, mayores patrocinios.
Sin embargo, esta lucha constante por superar lo antes hecho ha llevado a muchos atletas a rozar los límites de lo humano, sufrir lesiones, una abrumadora presión que incluso los orilla a abandonar competencias y, tristemente, buscar a través del uso de sustancias prohibidas mejorar su rendimiento físico en aras de la victoria, pero también los patrocinios de las grandes marcas.
Este es el tema de un cuento del escritor mexicano Javier García-Galiano (1963): “El hombre de Pekín”. En este relato, el autor nos presenta al doctor Newman, un especialista en genética dedicado a trabajar con atletas de varias disciplinas, entre ellos ciclistas, a quienes, según se rumora, había inyectado sustancias prohibidas e incluso su propia sangre para mejorar su desempeño. Es en medio de un ambiente casi de espionaje que este doctor, que ha recorrido muchas partes del mundo en el ejercicio de su profesión, llega a Pekín, o Beijing, como también se le conoce a la capital china, para dar seguimiento a un atleta de pista que competirá en los Olímpicos de esa ciudad en los 100 metros planos: Joshua Morgan, corredor de Tanzania.
En el estadio de prácticas de la Villa Olímpica, Newman, cronómetro en mano, anota los registros de Morgan. Este corredor, que se había mantenido siempre en un bajo perfil, comienza a llamar la atención de la prensa y sus competidores con tiempos sorprendentes. La velocidad de Morgan quizá se debe a un defecto de nacimiento, piensa el doctor: la falta del dedo meñique del pie izquierdo.
La rapidez de Morgan no sólo provoca que otros curiosos ronden el estadio de prácticas, sino la misma policía china, pues sospecha que Newman mucho tiene que ver con su talento excepcional. Entonces comienza a circular un rumor que hace a los chinos decidirse a apresar al atleta de Tanzania: su increíble proeza de haber corrido los 100 metros en menos de 9 segundos durante un entrenamiento…
Pueden encontrar “El hombre de Pekín” en el libro electrónico Especulaciones cabalísticas y conocer el final de esta historia, que combina el atletismo con el espionaje.